Wednesday, February 15, 2006 

Rómulo Gallegos: Doña Bárbara

Una primera observación que permite acercarse a Doña Bárbara es el reconocimiento de que estamos ante una trama guiada por el problema familiar. La familia, desde muchos siglos, ha sido, para los lectores, un modelo reconocible de relaciones dentro de los cuales los lazos filiales, afectivos y económicos son inseparables. Con el desarrollo y la divulgación de las ciencias naturales, el vocablo “herencia” adquirió, como bien se sabe, un nuevo sentido: el de transmisión genética, sumada a la de propiedad. Esto permite explicar el porqué dentro de la estética del realismo proveniente del siglo XIX, el asunto familiar permite proponer dos preocupaciones cruciales para la burguesía moderna, a saber, la sangre (ya no únicamente en los términos tradicionales, sino en términos del problema racial) y la ley. Tanto la sangre como la ley tienen en común un carácter ordenador y, en este sentido, ambas suponen clasificaciones y límites. La familia funcional opera entonces como un modelo de la sociedad ordenada, dentro de la cual cada integrante debería cumplir papel y ser reconocido como miembro del grupo.


Pero si algo sabemos de los Luzardo y los Barquero, es que forman familias escindidas y disfuncionales. Por una parte, José Luzardo mata a su hijo Félix en razón de una disputa ideológica: el primero era un prohispanista y el segundo un proyanqui. Por otra parte, Lorenzo Barquero, otrora promisorio intelectual, cae absorbido y corrompido por la influencia maligna de doña Bárbara. Aparentemente, en el primer caso nos encontramos ante un fantasma exterior y en el segundo caso estamos frente a un fantasma interior. Ambas influencias resultan funestas pero no fatales: Santos Luzardo, el hijo sobreviviente de José, puede curarse del trauma a través de la educación; doña Bárbara puede, finalmente, redimirse a través del amor y la renuncia.


Con estos elementos, el narrador explícitamente propone el nudo principal, esto es, la disputa entre el progreso y la barbarie. Por un lado, Santos Luzardo representa, desde su nombre, la santidad de la luz, la educación y las ideas nuevas; por otro, doña Bárbara está enfáticamente relacionada con lo oscuro y lo mágico. Este paralelo ofrece mayores y significativas oposiciones: Luzardo proviene de una familia disfuncional; sin embargo, para el narrador no hay dudas acerca de su sangre como tampoco hay dudas acerca de la legitimidad de su propiedad; en contraste, el origen y la propiedad que ostenta doña Bárbara resultan siendo espurios. En efecto, Bárbara ni siquiera es una llanera; parece más bien provenir de un lugar y un tiempo míticos:

¡De más allá del Cunaviche, de más allá del Cinaruco, de más allá del Meta! De más lejos que más nunca – decían los llaneros de Arauca, para quienes, sin embargo, todo está siempre “ahí mismito, detrás de aquella mata”. De allá vino la trágica guaricha. Fruto engendrado por la violencia del blanco aventurero en la sombría sensualidad de la india, su origen se perdía en el dramático misterio de las tierras vírgenes (25).


La primera acepción de “guaricha” es “mujer sola”. Esta soledad de doña Bárbara es uno de los rasgos más importantes y disfuncionales de su carácter: doña Bárbara es una mujer extraña tanto porque no está sometida a un hombre como porque, al contrario, es capaz de someter a los hombres. En tanto que es representada como una marimacho, se hace evidente otro contraste relevante frente a Santos Luzardo, a saber, que mientras él concentra los valores positivos de la masculinidad, ella, en cambio, no puede llegar a ser sino una caricatura de un hombre, pero nunca un hombre “de verdad”.


Asimismo, en el mismo texto citado se observa el planteamiento de otra oposición: la sangre de Santos Luzardo está asociada al tiempo de la historia, al punto que la disputa que produce la fractura es una pugna ideológica muy concreta; por su parte, la sangre de doña Bárbara proviene de un tiempo y de un espacio míticos, que no pueden ser situados en puntos específicos.


Estos contrastes, como ya expliqué, postulan un nudo narrativo sostenido en el enfrentamiento entre civilización y barbarie. Santos Luzardo y doña Bárbara son propuestos así como los dos antagonistas que representan dos tiempos y dos visiones opuestas del mundo y que van a poner en escena la disputa entre lo nuevo contra lo arcaico. La lucidez en torno al sentido de esta batalla se encuentra claramente en la conciencia de Santos Luzardo. Este protagonista tiene en algún momento este sueño:


–– ¡El ferrocarril! Allá viene el ferrocarril.
Luego sonrió tristemente, como se sonríe al engaño cuando se acaban de acariciar esperanzas tal vez irrealizables; pero después de haber contemplado un rato el alegre juego del viento en los médanos, murmuró el optimista:
–– Algún día será verdad. El progreso penetrará en la llanura y la barbarie retrocederá vencida. Tal vez nosotros no alcancemos a verlo; pero sangre nuestra palpitará en la emoción de quien lo vea.
(93)

El motivo del ferrocarril como símbolo de los nuevos tiempos y del progreso era ya bastante conocido. Se trata, por tanto, de un juego retórico que se sustenta en sugerencias literarias consagradas.


Sin embargo, estas invocaciones retóricas están sometidas a una estructura melodramática. Como explica Peter Brooks, el melodrama es un modo del exceso y en efecto, la novela abunda en grandes gestos así como en oposiciones claramente definidas. Ahora bien, en el modelo melodramático no cabe la idea de transformación. La estructura del melodrama puede concluir en la recuperación, el resarcimiento o la cura, todo aquello que signifique un retorno a un estado primigenio, pero no en el cambio social. En consecuencia, el progresismo declarativo se coloca dentro de una estructura de representación abiertamente discrepante. El liberal declara que participa en una lucha entre el futuro contra el pasado, pero el modo narrativo que escoge para esta fábula implica el retorno.


Ahora bien, se podría observar que tal vez Doña Bárbara se sostenga en tensión entre los postulados retóricos y la estructura del drama y que, por tanto, Gallegos está problematizando los límites de un modo narrativo burgués, precisamente para observar hasta qué punto ese modo narrativo puede albergar un aspecto crucial de los ideales burgueses, como es la transformación y el progreso. Sin embargo, este no es el caso. No se produce, en efecto, una tensión, ya que la discrepancia entre la evocación retórica de la lucha entre la civilización y la barbarie y la estructura melodramática en ningún momento son puestos en escena.


De hecho, la idea de civilización parece tener más que ver con la demarcación fija de la propiedad antes que con el cambio sugerido en la imagen del ferrocarril:


Ya tenía, pues, una verdadera obra propia de un civilizador: hacer introducir en las leyes del Llano la obligación de la cerca.
Mientras tanto, ya tenía también unos pensamientos que era como ir a lomos de un caballo salvaje, en la vertiginosa carrera de la doma, haciendo girar los espejismos de la llanura. El hilo de los alambrados, la línea recta del hombre dentro de la línea curva de la naturaleza, demarcaría en la tierra de los innumerables caminos, por donde hace tiempo se pierden, rumbeando, las esperanzas de los errantes, uno solo y derecho al porvenir.
(92- 93)


Son aquellas alambradas que rectifican las curvas indeseables de la naturaleza la señal más clara y concreta de la obra del progreso. Se trata de una idea de progreso notablemente estática y, por ello, la ausencia de instituciones o prácticas, como la escuela o la ingeniería, que tengan que ver con la transformación de los hombres y del espacio es muy significativa. Por su parte, doña Bárbara no proviene, como ya señalé, del Llano, sino de un lugar que está “más allá”. Su carácter de marimacho es una anomalía, una enfermedad incrustada, y no el residuo de una cultura arcaica que se resiste a desaparecer.


Su barbarie no consiste en representar los males de la antigüedad sino en oponerse a las demarcaciones; como se dice en un momento: “[a doña Bárbara] [n]ada podía agradarle menos que esta noticia de un límite”. (107) Y la recuperación del límite es, precisamente, la forma que toma la actividad civilizadora de Santos Luzardo.


Por ello cabe volver a mi observación en torno al modelo familiar como modelo de relaciones sociales. La injusticia en esta novela está relacionada con la subversión del modelo familiar, del cual doña Bárbara es una clara representante. En consecuencia, la justicia es fundamentalmente la restitución. Por eso, doña Bárbara y Marisela pueden cambiar, salirse del modelo de vida al que parecían estar condenadas, pero ello significa el reconocimiento por parte de ambas de que el modelo que ha sido dañado debe ser restablecido. No se trata de cambios hacia modelos nuevos y alternativos. De hecho, doña Bárbara es la encarnación del modelo alternativo y es a la vez aquello que se rechaza.


Cabe citar la manera peculiar a través de la cual Santos Luzardo mira a esta mujer:

La voz de doña Bárbara, flauta del demonio andrógino que alentaba en ella, grave rumor de selva y agudo lamento de llanura, tenía un matiz singular, hechizo de los hombres que la oían; pero Santos Luzardo no se había quedado allí para deleitarse con ella. Cierto era que, por un momento, había experimentado la curiosidad, meramente intelectual, de asomarse sobre el abismo de aquella alma, de sondear el enigma de aquella mezcla de lo agradable y lo atroz, interesante, sin duda, como todas las monstruosidades de la naturaleza; pero, en seguida, lo asaltó un subitáneo sentimiento de repulsión por la compañía de aquella mujer, no porque fuera su enemiga, sino por algo mucho más íntimo y profundo, que por el momento no pudo discernir, pero que lo hizo cortar bruscamente la absurda charla (137).


Me llama la atención el hecho de que esa “monstruosidad de la naturaleza” esté definida por la androginia y la mezcla de “lo agradable y lo atroz”. Parece ser, en efecto, que es la hibridez lo que causa repugnancia, lo cual implica que el valor se encuentra en la pureza, en un estado previo a la mezcla. Pero obsérvese además cómo Santos Luzardo carece de un modelo de explicación para Bárbara. Es muy significativo que el personaje supuestamente ilustrado y civilizador no pueda aplicar alguna categoría a través de la cual hacer inteligible a su enemiga.


Es, entonces, como si doña Bárbara en principio no pudiera ser un objeto de civilización. Y en realidad, los cambios en el carácter de Bárbara se producen por razones afectivas. En todo caso, a quien explícitamente se civiliza es a Marisela, pero incluso esta transformación se fundamente en la restitución del rol subalterno de la mujer. La imagen final de la novela representa a la justicia impuesta bajo la figura de una alambrada de púas que abre un camino derecho al porvenir. La justicia, entonces, logra resarcir, pero no parece construir nada nuevo.


Escapando a su voluntad autorial, doña Bárbara es una evidencia de las contradicciones de la burguesía liberal latinoamericana. La declaración de progreso se enmarca dentro de modelos narrativos y éticos abiertamente conservadores. El tropo de la enfermedad, tan recurrente en la novela, reafirma el hecho de que la barbarie es una irrupción transitoria y que la lucha contra ella es una recuperación del orden perdido. Por otra parte, Santos Luzardo no es un personaje nuevo en el Llano, sino un heredero. Sus vínculos legítimos previos con la tierra le permiten pues reafirmar que el sujeto que impone la justicia no es un extraño, como tampoco un innovador. Él reúne, en consecuencia, la legitimidad dada por la sangre como por la ley, que ha de ser siempre una ley patriarcalista.


 

Alejo Carpentier: Los pasos perdidos

Desde perspectivas muy diversas, las llamadas "novelas de la tierra" están marcadas por el problema de la modernidad en América Latina. Claramente, en La vorágine y Doña Bárbara, el conflicto entre civilización y barbarie es uno de los motivos que articula el carácter de los personajes y del espacio. Este conflicto implica una oposición no solamente entre dos formas diversas de ver el mundo sino entre dos temporalidades. En la novela de Gallegos, la victoria de Santos Luzardo sobre doña Bárbara representa la esperanza de una idea de modernización en los llanos que conjure así la irrupción de una fuerza asociada a la magia y las tinieblas que había desarticulado los principios de la familia y la propiedad. Por su parte, en La vorágine, la extracción del caucho, obra del mundo moderno y capitalista, crea un espacio y una temporalidad alternativos y contrarios a la modernidad que la produce. En ambas novelas, los protagonistas realizan un viaje en el espacio y en el tiempo y pretenden finalmente convertirse en redentores.


En Los pasos perdidos, Carpentier recoge el tropo de este viaje y lo reinterpreta siguiendo al menos dos claves notorias: por un lado, el diálogo creativo con la vanguardia; por otro, una vindicación de aquella temporalidad alternativa que en las novelas de la tierra suele aparecer como encarnación de la barbarie. Otro desplazamiento importante es el hecho de que no hay en el protagonista deseo alguno de convertirse en redentor. El viaje del protagonista tiene en cambio la forma de una terapia personal, a través de la cual recupera el sentido perdido de su existencia.


Así, Los pasos perdidos recrea la idea, ya desarrollada en la novela hispanoamericana, del viaje en el tiempo, pero a su vez la plasma en una nueva estética e invierte los ejes axiológicos. Esto le permite transformar la dicotomía civilización y barbarie en una de civilización y primitivismo. Ahora bien, como va a quedar claro, en Los pasos perdidos "primitivismo" significará finalmente una relación especial con la cultura, relación que es enriquecedora y regeneradora.


De esta manera, el motivo del viaje, ya desarrollado en las "novelas de la tierra" posee una entonación especial. Se trata de un viaje terapéutico, regenerador, que devuelve al sujeto la experiencia del sentido. Debido al carácter particular de su experiencia, el anónimo narrador-protagonista no pretende, como Santos Luzardo, representar un modelo ideal. Sin embargo, lo definidamente particular de este protagonista se opone al carácter general e indefinido de los espacios por los que transita. El narrador ha sido devorado por la mediocridad y el aburrimiento en una ciudad que es emblema de la modernidad y que posee todas las características de New York. Emprende luego un viaje a un país latinoamericano que es una acumulación de referencias a distintas regiones de América Latina.


Lo regional de la "novela de la tierra" es entonces sustituido por un modelo de país latinoamericano. Se insiste así en una identidad que fija como su centro no la nacionalidad sino la historia. El valor de la historia debe entenderse aquí tanto en cuanto a pasado como en cuanto a una peculiar relación del sujeto con un presente discontinuo. De tal manera, por un lado este país innominado cifra los rasgos del pasado latinoamericano y a su vez cifra la coexistencia de distintas temporalidades. En consecuencia, aquella modernidad problemática que caracteriza a los países latinoamericanos deja de ser un defecto y se convierte en una fuente de riqueza. La discontinuidad histórica de la periferia aparece entonces como un valor alternativo.


Esta búsqueda de alternativas a los centros axiológicos y estéticos está fuertemente relacionada con la vanguardia. Claramente, el surrealismo es un intento por desplazar la experiencia estética hacia aspectos de la conciencia abandonados por el racionalismo del Viejo Mundo. Lo "primitivo" es entonces revalorado, porque permite retornar a una forma del uso del lenguaje que había sido reprimida por la racionalidad instrumental. Ahora bien, la vanguardia, incluso en su vindicación de lo primitivo, no puede dejar de ser una experiencia moderna. Esta misma sensibilidad que, por un lado, pone en cuestión las limitaciones de la modernidad y que por otro no puede dejar de volver a ella, porque solo en ella puede cumplirse la revolución estética y ética que se desea, la encontramos en este protagonista. La relación con el centro no llega a anularse, más bien es replanteada. Esto implica otra importante inversión, ya que no es más el centro el que fija los parámetros axiológicos de la periferia (como claramente ocurre en Doña Bárbara), sino que es la periferia la que permite evaluar la validez axiológica del centro.


Porque, en efecto, la modernidad del "primer mundo" ha perdido un
aspecto crucial de la vida como es el sentido. Si Arturo Cova fue devorado por la selva, el protagonista de Los pasos perdidos fue devorado por el monstruo de la vida moderna en la ciudad. En este lugar, el artista ha perdido sus poderes y se ha convertido en una versión degradada de creador. Ahora bien, el narrador afirma que es el mundo en el que vive la gran causa de esa subjetividad. No es posible huir del gran peso de tal influencia:


Pero evadirse de esto, en el mundo que me hubiera tocado en suerte, era tan imposible como tratar de revivir, en estos tiempos, ciertas gestas de heroísmo o de santidad. Habíamos caído en la era del Hombre-Avispa, del Hombre-Ninguno, en que las almas no se vendían al Diablo sino al Contable o al Cómitre. Por entender que era vano rebelarse, luego de un desarraigo que me hiciera vivir dos adolescencias – la que quedaba del otro lado del mar y la que se había cerrado – no veía dónde hallar libertad alguna fuera del desorden de mis noches, en que todo era pretexto para entregarme a los más reiterados excesos (14-15).


Esta, por cierto, parece ser una nueva versión del ennui, pero ya desde una sensibilidad no modernista.


Hay que observar además que, si bien su estilo de vida le permite entregarse a los excesos, el personaje no siente que viva en libertad. Aquella libertad logra a ser cumplida dentro de su viaje cuando participa en una esfera comunitaria, es decir, dentro de un orden. En consecuencia, al igual que Fabio Cáceres de Don Segundo Sombra, la plenitud del sujeto no se encuentra en la anarquía sino en la adscripción a un sistema de sólidas relaciones humanas.


Es significativo que se trate de un publicista, es decir, de un artista utilitario, ya que, como él mismo intuye, finalmente toda práctica artística está relacionada con una función. Incluso el "gran arte" está vinculado a la publicidad, mientras que las prácticas "primitivas", como lo descubrirá finalmente, están relacionadas con los deseos de producir efectos radicales en el mundo. No es, por tanto, la función la que degrada al arte y al artista, sino más bien la alienación, es decir, la ausencia de identificación con la obra que realiza. Asimismo, no es tampoco el hecho de vivir en una ciudad lo que produce el tedio; es la carencia de una identificación comunitaria y la ausencia sentido de las acciones (que así se convierten en rutina) las que producen la pérdida de orientación existencial.


Por ello, el viaje de retorno no es hacia un estadio anterior a la civilización, sino al estadio originario de la civilización. En este sentido, el "primitivo" no es quien está más cercano a la naturaleza, sino quien se halla más próximo a la cultura. Este universo de temporalidades superpuestas y discontinuas está regido por el anacronismo, lo que es otra manera de decir que el pasado no caduca. Por tanto, el mito, la leyenda y el ritual poseen sentido, es decir, son modos de comprender y de actuar que integran a los participantes dentro de una comunidad:


Los hombres de acá ponen su orgullo en conservar tradiciones de origen olvidado, reducidas, la más de las veces, al automatismo de un reflejo colectivo – a recoger objetos de un uso desconocido, cubiertos de inscripciones que dejaron de hablar hace cuarenta siglos. En el mundo a donde regresaré ahora, en cambio, no se hace un gesto cuyo significado se desconozca: la cena sobre la tumba, la purificación de la vivienda, la danza del enmascarado, el baño de yerbas, el gaje de alianza, el baile de reto, el espejo velado, la percusión propiciatoria, la luciferaza del Corpus, son prácticas cuyo alcance es medido en todas sus implicaciones (248).


Esos dos mundos tan opuestos son significativamente muy similares y por ello el de la civilización moderna aparece como una versión degradada de la vida primitiva.


En efecto, en ambos, las acciones son repetitivas; la diferencia aquí se halla en la oposición entre rutina y ritual. En la gran ciudad se ha perdido el significado de las acciones, mientras que en el mundo originario el sentido está siempre presente. Asimismo, la teatralidad que caracterizaba a la gran ciudad posee un correlato en el mundo "primitivo":


Lo que más me asombraba era el inacabable mimetismo de la naturaleza virgen. Aquí todo parecía otra cosa, creándose un mundo de apariencias que ocultaba la realidad poniendo muchas verdades en entredicho. […]
La selva era el mundo de la mentira, de la trampa y del falso semblante; allí todo era disfraz, estratagema, juego de apariencias, metamorfosis. Mundo del lagarto-cohombro, la castaña-erizo, la crisálida-ciempiés, la larva con carne de zanahoria y el pez eléctrico que fulminaba desde el paso de las linazas.
(164)


Los dos principios que parecen regir la vida en la gran urbe son la rutina y la teatralidad. En el mundo primitivo, en lugar de rutina tenemos ritual; por su parte, la teatralidad no desaparece sino que se intensifica.


Habiendo observado todos estos elementos, resulta evidente que la novela pone en tela de juicio la idea misma de "autenticidad". Ésta ya no tiene que ver con una supuesta cercanía a lo natural. Lo "auténtico" es también una puesta en escena, un resultado de la artificialidad. Pero entonces, ¿qué lo distingue del mundo de la civilización?


Todo indica que lo auténtico es lo que se halla más próximo a la cita. El viaje, en efecto, es en sí mismo una acumulación de referencias: las crónicas, los mitos griegos, la música se hallan presentes para explicar el mundo observado. Por ello, el viaje implica un reencuentro.

Así, el personaje puede comprender el escenario gracias a que éste es como un museo de imágenes ya conocidas y anteriormente visitadas. Es como un museo pero en otro sentido es diferente a un museo. En el museo, los objetos se halla fueran de su contexto original y, por tanto, su sentido es opacado. De allí que el viaje ofrezca otro tipo de experiencia:


Pero ahora me resultaba risible el intento de quienes blandían máscaras del Bandiagara, ibeyes africanos, fetiches erizados de clavos, contra las ciudades del Discurso del Método, sin conocer el significado real de los objetos que tenían entre las manos. Buscaban la barbarie en cosas que jamás habían sido bárbaras cuando cumplían su ritual en el ámbito que les fuera propio (251)


Este viaje es paralelo al que realizó a Europa en busca de la historia que su padre le había contado. Pero en Europa no encontró lo que buscaba: allí ya reinaba la barbarie y la civilización había adquirido su rostro más perverso. El mundo nuevo es, por el contrario, más auténtico, pero auténtico quiere decir, como ya lo sostuve, más fiel a la cita, es decir, curiosamente, más cercano al mundo clásico.

Quien encarna intensamente esa riqueza a la vez primitiva y clásica es Rosario. Ella concentra esa vida de sentido y es un arquetipo que le permite formar la pareja. Como lo explica el narrador: aquí, pues, la hembra 'sirve' al varón en el más noble sentido del término, creando la casa con cada gesto (151).


Es importante, por ello, que la teoría mimética original y que causó el viaje sea refutada. Porque no es la imitación de la naturaleza lo que se encuentra en el origen, sino su negación. La epifanía se alcanza, en efecto, al observar el rito del hechicero contra la muerte:


Es algo situado mucho más allá del lenguaje, y que, sin embargo, está muy lejos aún del canto. Algo que ignora la vocalización, pero es ya algo más que la palabra. A poco de prolongarse, resulta horrible, pavorosa, esa grita sobre un cadáver rodeado de perros mudos. Ahora, el Hechicero se le encara, vocifera, golpea con los talones en el suelo, en lo más desgarrado de un furor imprecatorio que es ya la verdad profunda d e toda tragedia – intento primordial de lucha contra las potencias de aniquilamiento que se atraviesan en los cálculos del hombre –. (182)



Los ideales del mundo clásico, eso que en el primer mundo ha quedado relegado al museo y la enciclopedia, son intensamente vividos en este nuevo mundo.


Esta perspectiva, sin embargo, no es reaccionaria. Se trata, por el contrario, de un punto de vista que, en su momento, era claramente de izquierda: invertir los valores colonialistas y colocar al nuevo mundo como un espacio regenerador de las relaciones humanas. Si bien, como he dicho ya, el protagonista no pretende representar un ideal, no deja de ser cierto que Los pasos perdidos está en la línea vanguardista de revalorar la experiencia latinoamericana. Esta revaloración no es un rechazo al "mundo occidental", sino, por el contrario, como ya he explicado, una recuperación (a través, por cierto, de nuevas figuras y nuevos espacios) de los ideales vertidos en la mitología de occidente. En este sentido, el pasado no demanda una vuelta reaccionaria, sino una purificación del presente.

Sunday, February 12, 2006 

La ciudad y los perros

“ – Cuatro – dijo el Jaguar.
Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el globo de luz difundía en el recinto, a través de escasas partículas limpias de vidrio. ”



Este comienzo debe de ser uno de los más conocidos de la literatura peruana y hay que prestarle mucha atención. En principio, parece sostener que uno de los ejes de la historia es el azar.



Porque, en efecto, el Círculo ha realizado un sorteo para determinar quién ha de ir en busca del examen de química. Así, la decisión a través del sorteo se propone como un acto de justicia, pues implica una equidad: cualquiera de los miembros tuvo las mismas posibilidades de ser sido elegido. Pero no por ello deja de ser significativo que el elegido sea Cava, es decir, el cholo. No deja de ser significativo porque si sobre alguien recae el peso de la sociedad clasista y racista que se refleja en el colegio militar es, precisamente, el cholo. Ser cholo es distinto de ser indio. De hecho, al recorrer el patio, Cava ve a la vicuña y piensa respecto de su género que “se parece a los indios”. Hay alguien que podría estar más abajo en el escalón social, pero este sujeto se presume ausente, porque no hay quien se identifique (ni a quien se identifique) con los indios.


¿Pero qué diferencia hay entre haber sido elegido por los dados y haber nacido cholo? Da la impresión que el sorteo posee en realidad una doble cara: por un lado, es un procedimiento justificado en la equidad; por otro, no es distinto que la condena social que recae sobre unos y no sobre otros. Pero, como se explica en La lotería de Babilonia, el sorteo es superfluo. Aquí parece que estamos ante una forma similar de definir las relaciones sociales, porque el sorteo puede verse como una sentencia sobre alguien que ya ha sido sentenciado.



Una de las lecturas posibles de La ciudad y los perros apunta a un sutil conflicto entre los dos extremos de la estructura social clasista: el cholo y el blanco, es decir, Cava y el Esclavo. Esta oposición produce, sin duda, un paralelo: ambos personajes son los menos favorecidos por el sistema que se impone en la escuela, uno por su raza, el otro por su incapacidad de asumir el carácter; ambos son presionados a ser solidarios con un sistema de cosas que no los favorece; ambos, también, sufren una condena.


La cuestión racial y la definición de lo masculino atraviesan la novela por ello el “azar” parece más un modo aparente de la necesidad. Tengamos en cuenta que el Esclavo, al menos oficialmente, muere accidentalmente. Uno estaría tentado de ver en Cava y el Esclavo dos “víctimas” y, en cierto sentido, ambos pueden ser entendidos como objetos de sacrificio.


Pero el sacrificio supone una recuperación ulterior del orden a través, precisamente, de la victimización. Claramente, esto no ocurre. No podemos decir, por ejemplo, que la muerte del Esclavo recomponga un orden masculino perturbado. No podemos decir, tampoco, que la muerte del Esclavo recomponga alguna idea de justicia.


Todo parece indicar algo peor: que no existe ningún orden, así como en La lotería de Babilonia se llega a la conclusión de que no existe la Compañía. El “orden” es una mera ilusión, así como el “azar” es una aparente forma de justicia.


Y ello se conecta de que el mundo de la escuela está compuesto en una clave histriónica. No existe la justicia, sino forma de proceder que simulan la justicia. Obsérvese que la escuela misma se plantea como una simulación de la vida militar: claramente, el Colegio Leoncio Prado no es la Escuela del Ejército, aunque el teniente Gamboa quisiera que lo fuera. Claramente, los cadetes no son soldados y sus maniobras quieren parecerse a las maniobras militares. La escuela tampoco es un cuartel, si bien quiere parecerse a un cuartel. Asimismo, la escuela debería ser idealmente un lugar en donde se fusionan las clases sociales, las procedencias nacionales diversas y las razas, pero esto tampoco ocurre. La nación es, por tanto, un fantasma. Si hay un lugar en donde con toda seguridad la nación peruana es una “comunidad imaginaria” es justamente la escuela en donde supuestamente se forma y se le rinde culto. Para entender al teniente Gamboa, debemos entonces pensar en un personaje a quien le toma tiempo comprender que el papel que cumple es básicamente histriónico.


Ahora bien, no hay que olvidar que el cuerpo militar mismo se plantea de manera histriónica. El enemigo es un enemigo imaginario; las maniobras siempre se realizan en un teatro de operaciones imaginario; la vida militar (especialmente en el Perú) supone vivir más la violencia bélica como potencia que como acto. El militar se prepara para la guerra exterior, pero la guerra exterior puede no venir nunca (o bien convertirse en guerra de otro modo, por ejemplo, en guerra interior).


Si esto es así, el Colegio Militar es como el fantasma de otro fantasma. Por ello los símbolos son de gran importancia: son los elementos que permiten la cohesión de la puesta en escena. Pero estos símbolos parecen poseer un correlato difuso: la nación, el heroísmo, la justicia son fundamentalmente medios retóricos. La ingenuidad de Gamboa reside en creer en ellos. La muerte del Esclavo puede leerse, claro, como un crimen, pero esto me parece la lectura menos interesante; otra manera de verla es como la introducción perturbadora de un elemento exterior a la escena, un hecho que difícilmente puede ser asimilado por la retórica con la cual se rige este mundo de reclusión.

Monday, February 06, 2006 

Juan de Valdés: Diálogo de la lengua

Escrita bajo el reinado de Carlos I de España, el Diálogo de la lengua es una obra más bien escéptica, carente del entusiasmo imperialista de los estudios de Nebrija y, de hecho, se plantea en oposición a la obra del erudito andaluz. La incompetencia de Nebrija que Valdés acusa se debe a su nacionalidad: el andaluz es un hablante desviado de la lengua castellana; pero además (y es muy interesante que el personaje Valdés lo señale) Nebrija ha reducido el castellano a su aspecto latino, dejando de lado vocablos extraídos de otras vertientes lingüísticas. Sin embargo, a Valdés le interesa, a partir de ello, demostrar que buena parte de la galanura del castellano se debe a que puede ser comprendida por los hablantes de otras lenguas. Es como si propusiera que el castellano es un medio apropiado como lingua franca, si bien no se encuentra aún en el nivel de las lenguas consagradas.

Así, pues, la lengua castellana existe; es diferente y dominante en la península, pero no hay (como uno podría esperar) un tono celebratorio. Porque la lengua castellana, a pesar de ser “elegante y gentil”, sigue siendo “vulgar”. A diferencia de la lengua toscana, la lengua castellana nunca ha tenido quien escriva en ella con tanto cuidado y miramiento cuanto sería menester (123). Y la prueba de la vulgaridad del castellano es que no puede reducirse a reglas: porque ya sabéis que las lenguas vulgares de ninguna manera se pueden reduzir a reglas de tal suerte que por ellas se puedan aprender y siendo la castellana mezcla de tantas otras, podéis pensar si ninguno puede ser bastante a reduzirla a reglas (153).

Las reglas no pueden haber sido establecidas porque no hay una escritura que permita la consolidación de un orden. Solamente las grandes letras pueden finalmente dar forma a lo informe.

En este universo de ideas renacentista, hay una dialéctica entre lo noble y lo vulgar. Por un lado, la lengua se asienta en el habla popular, que se compendia en los refranes; por otro, la escritura se constituye en la medida de la consolidación de la calidad de una lengua. Sin embargo, el humanista Valdés no se atreve a considerar equivalente la lengua castellana con la de los griegos y romanos. No elimina, de hecho, el privilegio de los clásicos, cuya autoridad deriva de una elevada y sabia tradición escrita y erudita.

Sin embargo, para el caso del castellano, la fuente es popular. Los refranes castellanos son la fuente más citada para definir las propiedades gramaticales de la lengua. La vulgaridad de esta fuente no termina conferir al castellano la calidad de lengua clásica. Respecto de los refranes, el personaje Valdés reconoce que: No tienen mucha conformidad con ellos [los refranes latinos y griegos], porque los castellanos son tomados de dichos vulgares, los más dellos nacidos y criados entre viejas, tras del fuego hilando sus ruecas; y los griegos y latinos, como sabéis, son nacidos entre personas dotas y están celebrados en libros de mucha dotrina. Pero, para considerar la propiedad de la lengua castellana, lo mejor que los refranes tienen es ser nacidos del vulgo (127).

Según esta cita, la propiedad de la lengua se ampara en el habla del vulgo; ella fundamenta lo que es “propio” y “correcto”. Esta idea, sin embargo, no es sostenida en todas sus consecuencias, porque por una parte la lengua termina de refinarse en la escritura de los hombres de ingenio y porque por otra se admite que los refranes contienen voces y modos sintácticos arcaizantes. La conciencia moderno del tiempo, por supuesto, es clave en el pensamiento renacentista, en la forma nueva en que se desarrolla la idea de historia.

Constantemente, el personaje Valdés reformula la gramática de refranes que suenan anticuados basándose en su intuición de hablante. Cuando, por ejemplo, Marcio le pregunta por qué escribe “truxo” cuando otros escribe “traxo”, la respuesta del personaje Valdés nada tiene que ver con una argumentación filológica: Porque es a mi ver más suave la pronunciación, y porque assí lo pronuncio desde que nací (158). Más adelante, respecto de la ortografía y pronunciación de otras palabras, agrega que: porque assí me suena mejor y he mirado que assí escriven en Castilla los que se precian de scrivir bien (158).

Aparentemente, hay una tensión entre el vulgo, que es la fuente de la lengua y su propietario, y la clase letrada, quien define la galanura de esa lengua. La solución a esto se comprende mejor si aceptamos que el mundo estamental no está visto en términos de contradicción. El vulgo y el letrado forman parte de un mismo cuerpo social. Pero esto no significa que el modelo estamental medieval se haya quedado incólume. El cambio social importante en el renacimiento se encuentra en el reconocimiento del “ingenio”. ¿Quiénes son plebeyos y vulgares para el personaje Valdés? Los hombres de ideas sutiles, no los que carecen de noble linaje: Aunque sean quan altos y quan ricos quisieren, en mi opinión serán plebeyos si no son altos de ingenio y ricos de juicio (172).

La idea de linaje y nobleza se conserva, pero ya no es la puramente aristocrática en un sentido arcaico. De esta manera, cuando el personaje Valdés establece el linaje del castellano dentro del latín, como para asegurar su origen dentro de las grandes lenguas clásicas, se entiende que la nobleza del latín se encuentra en la sabiduría y excelencia espiritual que alcanzaron sus grandes hombres. Esto es lo que el humanista rescata y esto mismo implica un cuestionamiento a la aristocracia arcaica que, como se ve en Lazarillo, a falta de enemigos, usa su espada para atacar copos de algodón. Dar forma a la lengua, establecer su gramática, parece tener que ver con una nueva idea de “sistema” que se apoya en los grandes proyectos imperiales. La propuesta política parece ser la de que es menester una nueva aristocracia letrada que permita administrar el Imperio. Esta nueva aristocracia no tiene que suponer que posee una superioridad en razón de una condición noble innata e inamovible, sino en razón de su capacidad por imitar a los clásicos. El castellano es una lengua vulgar y ello significa que hay un gran trabajo pendiente por hacerla equiparable a las lenguas clásicas o las recientemente consagradas, como la toscana.

Ahora bien, la reflexión sobre la lengua nace de la reflexión sobre la escritura. El diálogo surge por que los napolitanos Marcio y Coriolano y el español Torres quieren comentar unas cartas de Valdés. Además, hay un escribano, llamado Aurelio, quien guarda silencio durante el diálogo pero que sirve de transmisor de lo oral a lo escrito. El “diálogo”, por supuesto, lo es solamente en tanto modelo retórico, pero no hay tal cosa como un interés por capturar “varias voces” y mucho menos representar la oralidad. Valdés reconoce la temporalidad y la densidad social de la lengua, pero todo ello debe estar regimentado por el letrado humanista.

Valdés, Juan de. Diálogo de la lengua. Cristina Barbolani ed. Madrid: Cátedra. 1998.

Saturday, February 04, 2006 

Cien años de soledad


Lo primero que llama la atención en la lectura de Cien años de soledad es la condición fabulosa del mundo representado dentro de un ámbito históricamente reconocible. El mundo es fabuloso, en primer lugar, porque ocurren hechos inusitados para el lector y, sin embargo, la actitud de los personajes ante lo que para el lector sería maravilloso es de total aceptación; por el contrario, el asombro de los personajes se dirige hacia otras cosas y especialmente hacia la tecnología. En un momento se dice que, debido a la llegada de nuevos los inventos y del ferrocarril:
"Era como si Dios hubiera resuelto poner a prueba toda capacidad de asombro, y mantuviera a los habitantes de Macondo en un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación, hasta el extremo de que ya nadie podía saber a ciencia cierta los límites de la realidad". (336)

De hecho, lo primero que sabemos es que el hielo llega a Macondo como un objeto prodigioso. Estamos, pues, ante un mundo alternativo, dentro del cual lo verdaderamente asombroso tiene que ver más con el cambio histórico que con lo sobrenatural. Lo sobrenatural, al contrario, es parte de la existencia, ya que la existencia es entendida como vida y muerte.

Pero además este mundo es fabuloso porque las acciones cobran una fuerza legendaria y mítica. Al igual que en Los pasos perdidos, tenemos aquí la creación de una ciudad que permite la puesta en escena de un acto fundacional con características míticas. Macondo comienza siendo un lugar utópico, lo que lo relaciona con las utopías renacentistas que, precisamente, son ubicadas en el Nuevo Mundo. La expresión misma de un "mundo nuevo " permite la representación de Macondo como un espacio adánico en el cual las cosas esperan ser nombradas por primera vez.

La comunidad que funda José Arcadio Buendía es armónica y orgánica. Buendía la funda sobre la base de un principio de justicia redistributiva equitativo y por eso la forma misma del espacio en Macondo es simétrica. En efecto, si todos reciben el sol por igual, eso significa que el pueblo no es construido en torno a una familia privilegiada. Así, la fundación quiere significar que lo justo y lo equilibrado han de ser los valores que organicen la vida en común. A lo largo de la novela, la familia Buendía va a crecer y prosperar para acabar finalmente reduciéndose a un núcleo cerrado porque, en efecto, el incesto es la reducción más radical del círculo familiar.

La lectura de la novela produce no solamente asombro sino confusión, dado que personajes y hechos parecen repetirse. Y ello porque los personajes en su mayoría están construidos sobre la base de modelos arquetípicos. Si sumamos a esto la repetición de los nombres, podemos comprender de qué manera se enfatiza la idea de que los Buendía están condenados a la repetición. Por ello el tiempo se sucede de un modo peculiar: los escenarios se van transformando, pero los protagonistas recrean y reelaboran los actos de sus predecesores. Remedios, la bella, que no es de este mundo, parece salir de este modelo. En ella, por el contrario, no cabe la repetición porque es única. Pero esta singularidad no cabe en el espacio familiar y por ello debe ir directamente al cielo. Cuando José Arcadio Buendía tiene una visión de Macondo, la ve como una ciudad de espejos. En un momento, interpreta que Macondo será la ciudad del hielo (en medio del trópico). Esta interpretación parece ser el cumplimiento mayor de los ideales tecnológicos del patriarca. No puede comprender que una ciudad de espejos quiere decir, como se entiende hacia el final, una ciudad de repeticiones.

En El jardín de senderos que se bifurcan, Borges desarrolla la idea de un libro que es a la vez un laberinto. Cien años de soledad parece ser la aplicación de esa identidad bajo la forma de una saga que es como una estructura de espejos. Aquí la novela es un laberinto porque está regida por la repetición, no solamente de nombres, sino de modelos de arquetipos y de relaciones.
En los capítulos finales, la dañada memoria de la anciana Úrsula Iguarán abarca la historia de la familia como si, en efecto, el tiempo no hubiera transcurrido; significativamente, un modelo parecido, en el cual todo ocurre a la misma vez, es el que estructura el relato hermético de Melquíades. Asimismo, como en varios relatos borgianos, es precisamente el desciframiento de la escritura lo que produce la extinción; puede también interpretarse que la interpretación solamente es posible ante y para la muerte. El relato de Melquíades elimina la temporalidad y ofrece una mirada desde lo eterno.
En general, la influencia borgiana es bastante notoria y puede observarse en, cuando menos, el recurso a varios motivos, como la relación entre muerte y la escritura, la temporalidad circular, la memoria y el olvido. Pero en el aspecto en el que puede observarse de manera más rica el influjo borgiano es en la idea de que el gran asunto de la literatura es la literatura misma, es decir, el problema de la representación y la interpretación. García Márquez traslada este asunto a un espacio periférico que condensa el escenario latinoamericano. Porque si bien la fábula se ubica en Colombia, la forma del espacio y la relación con el pasado remiten a una imaginería más amplia.

Este imaginario latinoamericano posee un espesor histórico que la novela representa mediante sucesivas etapas relacionadas con otras tantas formas narrativas.

En primer lugar, hay una etapa mítica y fundacional, actuada principalmente por la generación de José Arcadio, Úrsula y Melquíades. El relato se inicia en un mundo “tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo” (83). Aquí el estado sicológico de la infancia de Aureliano se sobrepone al estado mítico adánico, en el que se funda el lenguaje. La peste del insomnio es como una batalla mítica en la que se afirma la victoria del lenguaje y, con él, la identidad y la memoria.
A continuación, asistimos a una etapa épica, marcada por la guerra civil y las relaciones matrimoniales (asuntos que parecen recoger el motivo del romance nacional). En esta etapa, se recrean modelos tomados del romanticismo y el melodrama. Se produce el alzamiento del coronel Aureliano Buendía y la rivalidad entre Rebeca y Amaranta. Del espacio mítico hemos pasado al espacio nacional y al familiar. Nación y familia están relacionadas por la filiación y el motivo del fratricidio. Por ello la guerra civil se refracta en la lucha entre hermanas. Siguiendo los esquemas patriarcales, las diferencias entre los hombres corresponden al ámbito público, en tanto que las diferencias entre las hermanas corresponden a lo privado.

Posteriormente, hay una etapa histórica, marcada por la compañía bananera y sus estragos. El inicio de esta etapa se marca con la rendición del coronel Aureliano Buendía, quien deja de ser un héroe romántico y se convierte en una figura residual.

En cuarto lugar, hay una etapa post-histórica, en la cual se produce la decadencia y dominan, ya no tanto las acciones, sino la lectura y la glosa, en una desesperada lucha por evitar la pérdida de la memoria, representada en el olvido de la masacre y la ignorancia del incesto. Por una parte, en este periodo es la primera y única vez que se dice la palabra "bastardo" para referirse a un miembro de la familia. José Arcadio, quien pronuncia estas palabras, cuestiona así el principio de unidad familiar que había dominado en la historia de la familia. Por otra parte, el círculo de intelectuales en el cual se introduce Aureliano Babilonia es también una novedad; pero los intelectuales no introducen hechos nuevos y aparecen más bien como comentaristas nostálgicos:

"De modo que Aureliano y Gabriel estaban vinculados por una especie de complicidad fundada en hechos reales en los que nadie creía, y que habían afectado sus vidas hasta el punto de que ambos se encontraban a la deriva en la resaca de un mundo acabado, del cual sólo quedaba la nostalgia" (518-19).

Es como si el narrador (consciente o inconscientemente) reconociera que el intelectual latinoamericano ejerce un papel secundario frente al que cumple el hombre de acción.

Esto tampoco significa afirmar que la lectura aparezca como una novedad. Al contrario, en la novela hay antecedentes importantes de lectores y descifradores: claramente, Aureliano Buendía, José Arcadio Segundo y Pilar Ternera. Sin embargo, es con Aureliano Babilonia que la lectura llega a especializarse y a cumplirse por entero y que el sentido de la historia es revelado. Por otra parte, Aureliano Babilionia, debido a que reúne tanto la potencia sexual como la curiosidad intelectual parece ser una síntesis de los José Arcadio y los Aureliano. Al igual que a Edipo, el conocimiento y la sabiduría no le permiten sino hasta muy tarde descubrir que ha cometido el delito del incesto.

Si el amor filial y el erótico habían sido una fuerza entrópica que cohesionaba a la familia y la comunidad, el incesto es una combinación de ambos modos de afecto que afirma de un modo radical la unión de lo idéntico, pero niega, por esa misma razón, la posibilidad de sucesión. Amaranta Úrsula y Aureliano Babilonia cierran literalmente el círculo familiar concentrándolo en la negación de lo distinto. El rechazo que produce Fernanda tiene que ver entonces con un repudio a la alteridad, a lo que está fuera del entorno familiar, a lo que no se acomoda a los principios organizadores de la familia, uno de los cuales es, evidentemente, el amor.

Cabe observar además de qué manera el olvido y la negación de la memoria están estrechamente ligados con el apocalipsis. Fernanda, en un hecho sin precedentes en la familia, oculta la filiación del último Aureliano, y ello favorece el incesto de él con Amaranta Úrsula. Por otra parte, la negación de la masacre es paralela a la disgregación de la comunidad y es como si lo primera fuera causa de lo segundo. Ya antes el lector puede observar cómo el coronel Aureliano Buendía se va convirtiendo en una especie de souvenir, es decir, en una versión degradada y banal del recuerdo. El coronel se convierte, además, es un personaje de la historia oficial y, por tanto, totalmente despojado de su carácter rebelde. Pero dado que los Buendía están condenados a la repetición, están condenados a actuar los mismos papeles dentro de un escenario que ha cambiado demasiado. Como lo comprende bien Pilar Ternera:

"porque un siglo de naipes y de experiencias le había enseñado que la historia de la familia era un engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas hasta la eternidad de no haber sido por el desgaste progresivo e irremediable del eje". (525-26)

Amaranta Úrsula pretende cambiar esta fatalidad bautizando a su descendencia con nuevos nombres (507), como si ya estuviera demostrado que el nombre cifrara el destino del personaje y como si el rebautizar implicara iniciar una saga totalmente distinta, regida por otros principios.

En esta idea de que la historia se desgasta y en la de que lectura y aventura son complementarias, nuevamente la novela parece mostrar un eco borgiano. En Hombre de la esquina rosada, una vez que el hecho que cifra la vida del personaje ha ocurrido, solamente queda la repetición del relato, pero no de la acción. En El sur la muerte bajo la forma de una aventura es una alternativa aparte a la muerte dentro del mundo de la lectura. Por su parte, en Cien años de soledad, una vez que los modelos se han cumplido, los siguientes son como un remedo que solo puede ser reivindicado por la lucidez, tal como lo logra el último Aureliano. Él que puede vencer el hermetismo de la lectura y puede descubrir finalmente el sentido del relato. Pero, claramente, descubrir el sentido no es lo mismo que vivir el sentido; ello sólo está reservado al tiempo de los héroes míticos y legendarios.

Sin embargo, a pesar de esta decadencia, sí permanece la plenitud erótica y amorosa, que es como una fuerza que puede atravesar las generaciones. Pero a esta fuerza se opone una que parece aun más poderosa, como es la soledad. En este aspecto, la novela recoge una sensibilidad gongorina. Es a partir de Góngora que la soledad tiene más que ver con un estado espiritual que con la ausencia de compañía física. Al igual que en Las Soledades, en Cien años de soledad los personajes abundan y proliferan, y este hecho no hace sino enfatizar la subsistencia de la soledad como un principio básico que marca la experiencia humana. La soledad parece tener que ver entonces con un estado de conciencia metafísica a la que sólo se puede oponer la escritura y el amor.

García Márquez, Gabriel. Cien años de soledad. Jacques Joset ed. Madrid : Cátedra, 2004.

Thursday, February 02, 2006 

José Eustasio Rivera: La vorágine

La vorágine es una novela compleja en tanto que congrega muy diversos e, incluso, contradictorios elementos tomados de la tradición literaria dentro de una topografía que es, a su vez, enfáticamente excesiva. El título mismo y la breve cita atribuida a Arturo Cova con la que se enmarca en primer lugar el relato anuncian un universo señalado por lo exótico, lo profuso, lo formidable, lo desenfrenado y lo fabuloso. “Vorágine” significa, entre otras cosas, “remolino”. La palabra refiere a un hecho de la naturaleza y, por tanto, un objeto inanimado; pero a la vez implica la acción de engullir y, en consecuencia, la representación de la naturaleza como una entidad capaz de realizar actos amenazantes y asombrosos.


A lo largo de la novela puede, en efecto, observarse una tensión entre el estilo y las aspiraciones modernas y realistas de la narración frente a modelos arcaicos míticos que se hallan en él como sustrato y dentro de los cuales la topografía no solamente es extraordinaria y excesiva, sino que también constituye un espacio siniestro y mágico en el cual las relaciones humanas se retuercen hasta la alucinación y el horror. En este aspecto, la conexión con Heart of Darkness es bastante notoria. Ambas novelas están también vinculadas por representar un lado devastador del capitalismo colonialista moderno: en ellas la actividad de explotación de la naturaleza se reduce a lo extractivo de un modo tan agudo e intenso que se puede interpretar como un tropo del sacrificio sin finalidad suprema o ulterior, es decir, un sacrificio “pervertido” en el sentido original de este adjetivo. Ello explica que la idea de progreso, producción y reproducción se hallen aquí cuestionadas en razón de su notoria ausencia. Es, entonces, muy significativo que en la selva de La vorágine incluso los ricos y poderosos vivan de manera precaria. El caucho que se extrae y que se codicia con tanta avidez no parece producir riqueza alguna. En ningún momento somos testigos de los efectos productivos y civilizadores de su extracción; por el contrario, aquí el capitalismo adquiere la forma naturaleza delirante y destructora de la naturaleza con la que entra en contacto. No es este, pues, un mundo natural arruinado por esa fuerza exterior que sería la extracción agresiva. Es más bien la naturaleza en su hostilidad y oscuridad la que ofrece el modelo de su propia explotación. Haber sido devorado por la selva significa, pues, haberse perdido síquica y moralmente en una topografía sin rumbo que impide el retorno. Pero entonces el tono realista entra en conflicto con una forma de narración mítica.


Dicho esto, ya debe ser claro que reducir La vorágine a un texto de testimonio y denuncia sería dejar de lado la complejidad que señalé al inicio, complejidad que surge además debido a una autoría ficcional singularmente anómala, ejercida por un narrador contradictorio, ególatra hasta el punto del delirio y, ciertamente, poco confiable. El prólogo ficcional (la carta al ministro) con el cual se enmarca el relato de Arturo Cova parece en principio encaminarnos hacia la lectura de un documento en torno a la injusticia que padecen los caucheros colombianos. Pero la novela es antes que eso, al igual que la Divina Comedia, la historia de un extravío. El subtexto dantiano se halla sin duda presente, en tanto que la forma del espacio está estrechamente relacionada con la forma de la experiencia moral. El extravío es, obviamente, un tipo de viaje que implica un cronotopo peculiar: el personaje está físicamente en un lugar pero, careciendo de orientación, el desplazamiento no implica avance hacia ninguna meta; es como si el espacio, aun si cambia de expresión, fuese siempre el mismo. Ciertamente, el extravío posee el doble sentido de pérdida en un espacio y de pérdida del sentido existencial. La selva parece exigir esa relación e imposibilitar cualquier otra. Así, los indios guahibos que la pueblan de antaño poseen una cultura ininteligible ya que no tienen ni dioses, ni héroes, ni patria, ni pretérito ni futuro (131).


Si interpretáramos la personalidad de Arturo Cova con un epítome del intelectual colombiano de principios del siglo XX, estaríamos ante un retrato ciertamente pesimista de dicha clase. Sin embargo, Rivera no estaría solo. José Fernández, el protagonista de la novela De Sobremesa, de José Asunción Silva, comparte muchos rasgos con Arturo Cova: ambos son poetas, ambos son aficionados a seducir mujeres, ambos poseen el deseo de operar como intelectuales orgánicos y ambos son definidos por su carácter notoriamente teatral. Pero mientras José Fernández es un hombre rico contenido por el ennui, Arturo Cova es un poeta pobre que ha atravesado experiencias extremas y que ha logrado que, sino él, cuando menos su relato escape de la selva.


Sin embargo, una de las mayores sutilezas de la novela se encuentra precisamente en que la finalidad testimonial se frustre no a causa de la imposibilidad de que el supuesto testimonio se difunda (de hecho, ya en la ficción, llega a ser editado) sino de la posición escandalosamente egocéntrica y contradictoria del narrador-personaje. En primer lugar, el tema de los padecimientos de los caucheros está claramente subordinado a la historia de la huida del narrador-personaje y a la persecución de Barrera. En segundo lugar, el énfasis es notoriamente subjetivo y no objetivo (como exigiría una crónica), salvo en las páginas dedicadas al testimonio que ofrece Clemente Silva. Pero además de ello, es claro desde la primera página que Arturo Cova se construye a sí mismo siguiendo el modelo del poeta maldito.


Y hay que decir que “se construye” ya que la personalidad de Cova es, en efecto, artificial en el sentido de que opera de acuerdo con modelos de orígenes literarios. En Cova vemos en efecto una insistencia en el gesto y la postura:


Pensé exhibírmele cual no me vio entonces: con cierto descuido en el traje, los cabellos revueltos, el rostro ensombrecido de barba, aparentando el porte de un macho almizcloso y trabajador. (93)


Otro más notorio ejemplo de este carácter intensamente histriónico es la tarea que se siente llamado a asumir cuando Barrera se lleva a Alicia. Después de haber manifestado repetidamente la ausencia de afecto por ella, sólo puede explicarse el hecho de que persiga al raptor en razón de una necesidad nunca cuestionada de representar el papel de los celos y la venganza.


El mismo lenguaje zalamero con el cual Barrera se dirige a Cova parece ser una versión ya totalmente hueca y derivativa de esa teatralidad. Los elogios y las excusas de Barrera parecen en verdad una apropiación paródica de un tipo de grandilocuencia modernista, dentro de la cual el poeta es un visionario y un actor nacional:


Alabada sea la diestra que ha esculpido tan bellas estrofas. Regalo de mi espíritu fueron en el Brasil, y me producían suspirante nostalgia, porque es privilegio de los poetas encadenar al corazón de la patria los hijos dispersos y crearle súbditos en tierras extrañas. Fui exigente con la fortuna, pero nunca aspiré al honor de declararle a usted personalmente mi admiración sincera (42)


Es claro que lo que dice Barrera no posee valor alguno y que se trata de un embustero y un farsante. Sin embargo, este discurso enfáticamente hipócrita captura muy bien el ideal modernista del poeta como figura principal y central de la nación. Dado que estas palabras provienen de un sujeto abyecto, pueden entenderse como una sátira de estas aspiraciones que han resultado siempre problemáticas, como lo atestiguan tanto esta novela como la novela de José Asunción Silva.


Ahora bien, no podemos decir, por cierto, que a su vez Cova sea un farsante; sin embargo, cabe afirmar que lo que define su personalidad es el gesto y la actuación. Este carácter histriónico se realiza representando el papel de un poeta maldito que encuentra en la selva el contexto en el que pone en escena su personalidad ganada por la violencia. Como parte de este carácter esteticista, es capaz de expresar una fruición por los actos de violencia espectaculares que se producen en la selva. En ella, la muerte nunca es sosegada, sino que está siempre enmarcada por lo espectacular, sea este espectáculo producido por la naturaleza o por los hombres. La violencia puede ser entonces apreciada en sus efectos deslumbrantes que son siempre chispazos instantáneos. De esta manera, la selva se convierte en el lugar en donde lo raro y lo asombroso tienen lugar y en donde, en consecuencia, la poética maldita, esa aspiración de vivir artísticamente por encima de las normas morales, puede experimentarse en todas sus consecuencias.


Sin embargo, no deja de haber pasajes en los que manifiesta sueños más bien tradicionales y burgueses como establecerse, casarse con Alicia y criar hijos. El personaje, en efecto, parece por momentos traicionarse y contradecirse y es entonces que rompe su papel maldito:


Cuando Alicia y don Rafael salieron al patio, abrió mis fantasías las alas:
Me vi de nuevo entre mis condiscípulos, contándoles mis aventuras de Casanare, exagerándole mi repentina riqueza, viéndolos felicitarme, entre sorprendidos y envidiosos. Los invitaría a comer en mi casa, porque yo para entonces tendría una, propia, de jardín cercano a mi cuarto de estudio. Con frecuencia, Alicia nos dejaría solos, urgida por el llanto del pequeñuelo, llamado Rafael, en memoria de nuestro compañero de viaje.
(52)


Ello puede explicar la admiración que siente por Fidel Franco y Clemente Silva, este último un personaje definido de manera totalmente opuesta a él, admiración que lo lleva incluso a superar su egolatría y cederle la palabra por varias páginas. El testimonio de Clemente Silva produce un giro notorio en el relato y lo encamina finalmente a enfocarse en la situación penosa de los caucheros. Notoriamente, su nombre parece querer indicar el lado clemente de esa selva.


Pero, además de ello, Silva es un tipo diferente de narrador. En primer lugar, es un narrador altruista y confiable, totalmente carente de ese delirio ególatra que marca la narración de Cova. En segundo lugar, las motivaciones de sus actos son radicalmente opuestas. Mientras que Arturo Cova huye y desprecia a la mujer que rapta para luego asumir el papel de la venganza, la búsqueda de Clemente Silva está motivada por un principio básico, como es el de enterrar a los muertos. Así, mientras que Cova se asienta en valores ya anacrónicos y residuales del honor manchado que ha de limpiarse con la sangre del ofensor, Silva se ubica dentro de lo mítico y, por ello, puede asumir las características de un héroe trágico que ha de sufrir arduos trabajos a fin de cumplir con una ley civilizada esencial. La densidad testimonial del relato de Silva crea un desajuste con el esteticismo con el cual Cova se aproximaba a la experiencia en la selva. En términos de número de páginas, el relato de Silva es bastante breve en comparación con las aventuras de Cova; sin embargo, esa brevedad está compensada por la intensidad de la que carece la narración del poeta. Si Cova se deja asombrar por los relumbrones de violencia, Silva no describe hechos aislados sino que es capaz de articular el retrato de un estado de cosas. A partir de lo narrado por Silva, a la obsesión de hallar a Barrera se suma en Cova el deseo de escribir ese relato que contribuirá a imponer la justicia.


Por supuesto, a pesar de las contradicciones que lo aquejan, Cova se cree con la suficiente autoridad para escribir dicha historia relato. En un momento le dice a Silva: Sepa usted […] que soy por idiosincrasia, el amigo de los débiles y los tristes (169). Esta declaración parece en un primer momento repentina e impostada y, sin embargo, es parte de esa personalidad contradictoria y no totalmente definida que es propia del personaje, a la vez maldito y solidario, seductor y amante leal. Cova es un personaje con conflictos, pero no parece tener la lucidez suficiente para comprender sus propias contradicciones.


Por ello, si bien su escritura sí logra salir de la selva, ello no significa que, al menos en tanto escritor, haya logrado escapar de la vorágine. Su escritura, por el contrario, posee las marcas de lo conflictivo de una subjetividad atrapada por conflictos que nunca se resuelven y que ya no podrían resolverse desde el espacio de la selva. El relato puede interpretarse como la puesta en escena del problema de la escritura y no porque ella se enfrente ante un horror que la desborda, sino más bien porque la subjetividad del escritor está extraviada en sus propias confusiones que siguen el modelo del paisaje natural y humano de la selva. Así, pues, en La vorágine lo que está en juego es la autoridad de Cova y, acaso, la de una buena parte de la intelectualidad colombiana, para hacerse cargo de la historia.


Rivera, José Eustasio. La vorágine. Bogotá: Caja de Crédito Agrario, 1974.

 

Ricardo Güiraldes: Don Segundo Sombra


Lo primero que quiero observar en torno a Don Segundo Sombra es el lugar de la voz narrativa. El pacto ficticio propuesto por el narrador en primera persona es aquí crucial y constituye un procedimiento artístico estrechamente vinculado con la sensibilidad que recorre la novela. Gracias a que el punto de vista es ajeno al de los hechos narrados, la historia se construye desde la perspectiva de la memoria, lo que abre la posibilidad de establecer una intensa relación afectiva y reflexiva con el pasado. Por tanto, en este caso el distanciamiento no significa en absoluto que el narrador se proponga la objetividad. Al contrario, el tono dominante en la novela es lírico y nostálgico y esto pone de relieve el que se halle en juego de manera crucial la identidad moral del narrador-personaje.

De modo muy enfático, la cuestión moral es el aspecto central en Don Segundo Sombra. Como resulta evidente, estamos ante una novela de formación, ante un bildungsroman. De hecho, en un sentido importante, antes de acogerse a las enseñanzas de don Segundo, el niño que después será reconocido como Fabio Cáceres era un personaje sin orientación y sin forma moral. La ausencia del padre, que motiva que sea llamado despectivamente un “guacho”, marca esa ausencia de modelo. La ausencia paterna es clave para la carencia de forma moral, ya que no existe la figura que no puede ser afirmada o negada. Más aun, por ser un simple rapaz, sus pequeñas aventuras iniciales que imitan al tipo del pícaro se hallan todavía fuera del ámbito del juicio moral. El pequeño Fabio es apenas la herramienta para las bromas de otros y, por tanto, ni siquiera se puede juzgar si hace cosas buenas o malas. Pero precisamente esta carencia de forma moral hace más notorio que el cambio crucial que exige el personaje sea la entrada al universo ético.

La carencia de orientación no significa que al pequeño Fabio le falten impulsos: se trata de un niño inteligente y, sobre todo, audaz; se trata de un pícaro que repudia el tedio y los dobleces que le brinda la vida del pueblo y que, además, se dedica a una tarea productiva elemental (la pesca) para sus propios fines. Fabio rechaza el cariño superficial que le ofrecen sus tías y prefiere realizar una modesta actividad para comprar sus golosinas antes que tener que depender de los mayores. La ausencia de orden no niega, por tanto, la existencia de un germen de la personalidad. Sabemos que Fabio quiere valerse por sí mismo y sabemos también que tanto la vida sosegada del pueblo como su moral hipócrita le resultan insufribles.


Por tanto, si bien la escena en la que don Segundo aparece cobra el aspecto de un revelación repentina, no se puede decir que esta iluminación se produzca desde el vacío: Fabio posee un ánimo predispuesto a toparse con aquella revelación. La aparición de don Segundo, en efecto, se produce dentro de un fondo de nocturnidad que le confiere un matiz mágico en medio de un ambiente narrativo realista; sin embargo, no sentimos como extraña o precipitada la admiración que Fabio siente repentinamente por él:


Al cruzar una calle espanté desprevenidamente un caballo, cuyo tranco me había parecido más lejano, y como el miedo es contagioso, aun de bestia a hombre, quedéme clavado en el barrial sin animarme a seguir. El jinete, que me pareció enorme bajo su poncho claro, reboleó la lonja del rebenque contra el ojo izquierdo de su redomón; pero intentara yo dar un paso, el animal asustado bufó como una mula, abriéndose en larga "tendida". Un charco bajo sus patas se despedazó chillando como un vidrio roto. Oí una voz aguda decir con calma:
-- Vamos pingo… Vamos, vamos, pingo…
Luego el trote y el galope chapalearon en el barro chirle.
Inmóvil, miré alejarse, extrañamente agrandada contra el horizonte luminoso, aquella silueta de caballo y jinete. Me pareció haber visto un fantasma, una sombra, algo que pasa y es más una idea que un ser, algo que me atraía con la fuerza de un remanso, cuya hondura sorbe la corriente del río.
(9)


Aquí destaca aquella frase según la cual don Segundo es "más una idea que un ser". La figura de don Segundo se aparece como un tipo mítico ideal que se encarna en una persona. Así, don Segundo es una sombra y un fantasma no debido a que pertenezca a un mundo ultraterreno, sino en el sentido de que cifra en su carácter un modelo humano. Don Segundo no representa sino que presenta un ideal ético que puede y debe ser alcanzado.


Obsérvese también los atributos del dominio y la elegancia que en don Segundo son especialmente seductores para el carácter rebelde y despierto de Fabio. El niño, en busca de forma y sentido, es impresionado por el dominio que posee don Segundo sobre la bestia y que ejerce con sutileza y elegancia: los movimientos que realiza el gaucho para devolver al caballo a su camino son notoriamente parsimoniosos y se reducen a lo estrictamente necesario. El gaucho no necesita exhibir enfáticamente su posición de dominador. Lo que él realiza no es, en este sentido, un espectáculo y, sin embargo, justamente por su delicada perfección, puede impactar y ser objeto de una fruición estética.
Así, pues este dominio y esta elegancia son un arte, un saber hacer que produce tanto efectos prácticos como efectos éticos y estéticos. En este tipo de trabajo, el compromiso de quien lo realiza es total; por ello, la labor trabajo del gaucho es, en un sentido íntegro, el núcleo de una forma de vida en donde cada uno de sus aspectos forma parte de una existencia armoniosa. Por este motivo, al insertarse en esta comunidad, Fabio logra adquirir la plenitud moral de la que carecía como "guacho". Ello porque el aprendizaje de los oficios que domina el gaucho lleva necesariamente consigo una formación del carácter. El manejo de las herramientas, el conocimiento que permite la administración de los animales, la relación establecida frente a la violencia e, incluso, los modos de seducción conforman un método, pero a la vez expresan una definición moral que se percibe como consistente y superior. La vida del pueblo, en cambio, era un mundo moralmente incoherente, desorientador y vil. Los gauchos constituyen, frente a ella, una forma de vida alternativa que se apoya en la espesura de una tradición.



El pueblo de Fabio es, en cambio, un lugar nuevo y, por tanto, sin memoria y sin modelos. Las historias que se cuentan en el pueblo son mayormente chismes y maledicencias; las historias que relata don Segundo son leyendas con finalidad moral. Las relaciones humanas que marcaban al pueblo eran la ausencia de respeto, la desconfianza y la ambigüedad; las de los gauchos son el reconocimiento de la autoridad, la amistad y la coherencia. Otro elemento notorio en la comunidad de los gauchos está compuesto por sus rasgos marcadamente patriarcales y homosociales. Claramente, la mujer está excluida porque el valor que se coloca en el centro es la virilidad.


Es significativo el hecho de que Fabio deba pasar por la ascesis para alcanzar la plenitud. La carencia que marcaba la niñez de Fabio cobraba la forma de un estado de desorientación debido a que algo faltaba, o lo que es lo mismo, debido a una necesidad fundamental. Esta condición es totalmente opuesta a la ascesis, que implica el despojo de la necesidad. Gracias a la ascesis que experimenta en la comunidad de gauchos, Fabio logra el control de sí mismo y es a su vez capaz de aprender a vivir con orientación y armonía.


Poseer y ejercer el control y el dominio es, por ello, un motivo recurrente. No hay que olvidar que una de las tareas más importantes que ejerce el gaucho es la domesticación. La autoridad eficiente sobre la bestia posee un correlato con el dominio de los propios impulsos. Antes que aprender el método de sus labores, Fabio debe aprender a respetar las jerarquías y a soportar la fatiga y el dolor. Claramente, entonces, la vida del gaucho es ardua y agotadora; sin embargo, dado que se fundamenta en la ascesis, el trabajo no implica ni penuria ni sacrificio; por el contrario, es una forma de vida moralmente plena.


El trabajo del gaucho se fundamenta en el control, tanto de la naturaleza como de sí mismo. Por eso don Segundo escapa explícitamente al modelo del cuchillero pendenciero. Véase, por ejemplo, el enfrentamiento con el tape Burgos. En este episodio, después de haber esquivado hábilmente el ataque de éste y de haberse quebrado el facón del agresor, el narrador relata que:


En el puño de Don Segundo relucía la hoja triangular de una pequeña cuchilla. Pero el ataque esperado no se produjo. Don Segundo, cuya serenidad no se había alterado, se agachó, recogió los pedazos de acero roto y con voz irónica dijo:
-- Tome, amigo, y hágala componer, que así tal vez no le sirva ni para carniar borregos.
Como el agresor conservara la distancia, Don Segundo guardó su cuchillita y, estirando la mano, volvió a ofrecer los retazos del facón:
-- ¡Agarre, amigo!
Dominado, el matón se acercó, baja la cabeza, en el puño bruñido y torpe la empuñadura del arma, inofensiva como una cruz rota
(14-15).


Si bien el gaucho sabe manejar el arte de la pelea, ésta implica un uso de la mesura. La violencia gratuita es aquí ridiculizada. Por ello, quien vence y quien controla es aquel que ha renunciado a un enfrentamiento innecesario con un rival que no posee su misma altura.


Poseer control significa también saber enfrentar las fuerzas ocultas. En la escena de la posesión de don Sixto, don Segundo sabe comportarse con valentía pero sin temeridad ante las manifestaciones diabólicas.


Cabe observar también que la mesura es uno de los rasgos de la escritura, lo que indica que este principio ordena una diversidad de aspectos de la vida. Incluso cuando Fabio gana y pierde en las apuestas de las peleas de gallos, es decir, incluso cuando parece dejarse llevar por el desenfreno, el joven enfrenta con estoicismo la derrota. El cambio de fortuna (la otra cara de la taba) no debe afectar el carácter.


Significativamente, entonces, el enfrentamiento entre don Segundo y el taipe Burgos está en paralelo con la provocación de Numa a Fabio (150). Siguiendo la enseñanza de su maestro y después del largo aprendizaje, Fabio ya es capaz de responder a una agresión esquivando el ataque y de distinguir cuándo es innecesario enfrentar a un rival.


La pendencia con Numa se halla en el capítulo XIX. Para entonces, ya Fabio había alcanzado la plenitud de su formación. El hecho de que es así lo observamos en el capítulo XVII, en el cual Fabio enfrenta a un toro. Las características de este enfrentamiento poseen la forma de un duelo y de una iniciación masculina.


De un duelo, por un lado, en tanto que se presenta al toro como respondiendo al desafío convocado por Fabio. No se trata entonces, de un hombre matando un animal, sino de una lucha entre dos antagonistas: Fabio quiere vengar las heridas causadas a su caballo y el toro parece responder a este reclamo. En tanto rival digno, el toro es además tratado con respeto.


Pero es también una iniciación masculina en tanto que la muerte del toro cobra la forma de un ritual. Claramente, el toro representa lo masculino y el impulso viril que se posee y se controla. La escena posee las marcas de un bautismo de sangre y de un sacrificio, dentro de la cual hay una relación íntimamente profunda con la víctima propiciatoria:

El chorro caliente me bañó el brazo y las verijas. El toro hizo su último esfuerzo por enderezarse. Me caí sobre él. Mi cabeza, como la de un chico, fue a recostarse en su paleta. Y antes de perder totalmente el conocimiento, sentí que los dos quedábamos inmóviles, en un gran silencio de campo y cielo (136).


Solamente entrado en relación con otro macho el joven afirma su virilidad. Por eso esta escena se asemeja a un umbral en el que se da fin al proceso de aprendizaje y en el que el iniciado debe cumplir con una prueba que cifra ese aprendizaje.


Aquí, la muerte no es gratuita porque implica conocimiento. A través de la muerte se reafirman los lazos patriarcales y viriles que dan forma a la comunidad homosocial, pero, asimismo, el joven iniciado descubre finalmente quién es.
Fabio ha pasado entonces de guacho a gaucho. No importa que carezca de un nombre, ya que la identidad no depende de que ser apelado por los otros, sino de un estado interior. Cuando Fabio Cáceres descubre su nombre, se superpone a esta identidad independiente y creada por el mismo sujeto otra identidad más bien social e impuesta. Esto, sin embargo, no crea una conflicto. Fabio Cáceres, a pesar de ser ahora rico, de poseer un nombre y de recibir el respeto jerárquico de quienes antes fueron sus compañeros, conserva en el centro de su personalidad aquella identidad forjada en el ascetismo y la pampa.
Esto explica por qué no sabemos nada de la vida posterior del narrador. Es como si lo que es definitivo en su vida ya se hubiera agotado en su relación con don Segundo. Lo que viene después es la mera aplicación del aprendizaje.
Ahora bien, he insistido en la perspectiva nostálgica del relato. La nostalgia implica alejamiento y pérdida. Y, en efecto, Fabio y don Segundo ya no están juntos una vez que es claro para ambos que las lecciones ya han sido aprendidas. Muchos años después, el narrador recupera esa experiencia a través del relato de la memoria. Vemos en el final que hay un sentimiento de pérdida y distancia respecto del personaje, no respecto de la marca moral que ese personaje ha dejado. La nostalgia no se produce entonces porque el narrador se haya distanciado espiritualmente de su maestro lo que significa que, a pesar de que la figura del gaucho pueda ya ser vista como asunto del pasado, una identificación aún posible y aún necesaria con sus ideales permanece. Sin embargo, no se ve indicación alguna de una sensibilidad reaccionaria; incluso en la forma que adquiere la nostalgia, prevalece la mesura. El recuerdo del pasado no pretende entrar en una pugna violenta con el presente sino, una vez más, enfatizar la belleza y la plenitud de una forma de vida alternativa.


La pampa es, pues, el espacio de un modelo ético que si bien ya no puede recuperarse a través de los personajes que la poblaban, puede reivindicarse a través de la memoria nostálgica. Nuevamente, don Segundo es menos un ser que una idea y, en consecuencia, su carácter legendario ni niega la validez de la orientación ética que simboliza.

 

Matado por la letra

Los candidatos al doctorado debemos cumplir con una lista de lecturas, pero cumplir supone el dominio del sueño y el tiempo.

La causa primera de este weblog es mi lucha contra el insomnio. Quiero entender entonces que la lectura es una práctica contra el olvido.

Me propongo comentar por lo menos dos libros por semana, basándome en la lista de lecturas obligatorias para mi candidatura al doctorado en español. Con muy pocas excepciones, abordaré algunas lecturas no canónicas.

La escritura y la lectura hallan sus fundamentos en una postura ética. Por tanto, leer correctamente no es solamente una exigencia profesional, sino también un compromiso moral.

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